Juan padecía de eso que hemos venido a llamar un olvido selectivo. Sin embargo, no sabemos si por falta de imaginación o si por alguna deformidad del cerebro, Juan no era realmente capaz de olvidar todo lo que quería. Solo le fue dada, por decirlo de alguna manera, la facultad de olvidar todos los miércoles de su vida. No pudo darnos ninguna información valiosa sobre por qué, de entre todos los días de la semana, de entre todas las posibilidades, había olvidado, precisamente, los miércoles. Por supuesto, no era capaz de decirnos si algo espantoso había sucedido un miércoles o si había algún miércoles en el que le hubiera pasado algo bueno, algún miércoles de su vida que no quisiera olvidar. Pero lo que verdaderamente nos interesaba, lo que nos hacía pasar las noches en vela era qué haría Juan ahora que sabía que iba a olvidar todos los miércoles. No quisimos darle nada a entender, para no condicionarlo. Simplemente nos dispusimos a vigilarle, a perseguirlo con una tenacidad científica. Instalamos algunas cámaras en su casa; Alfredo apostaba el coche cerca de su apartamento. Tenemos cientos de vídeos, recopilados a lo largo de años. Siempre lo mismo. Juan se sentaba en su sofá, casi a oscuras, y acariciaba a su gato. A veces encendía la televisión.
Se ahogarán…
Se ahogarán tus hijos
en la luz viscosa
de mi luna craquelada.
Los hijos de tus hijos
tendrán la sangre blanca
y no conocerán los relojes.
Te besará los tobillos
una nube de crótalos.
Tu único cielo
será una panza de avispa
y te estallará la piel
con un estruendo de langostas.
El agua que bebas
se volverá sudor de moscas
y solo comerás
tu propia carne.
Un ardor de estrella quemará la oscuridad
durante cuarenta días
y yo perviviré
con mi hambre de cocodrilo
y mis palabras galácticas
y tú serás
un pedazo de olvido pútrido entre mis dientes.